lunes, 7 de diciembre de 2009

The Paper-Steel Dream (II)

Al desaparecer el fuego la tormenta se transformó en ventisca. Y el castillo se congeló a pesar de los muchos otros fuegos que los súbditos del Rey encendieron en él para conservar su calor. Todas las riquezas acumuladas seguían ahí, pero ahora yacían pegadas a las paredes y suelos por el frío hielo.

El Rey entró en una fase de tristeza como nunca antes le habían conocido. Poco a poco fue enviando la gente que servía en el castillo a sus casas, así como a sus caballeros:
-Aquí no queda ya nada valioso que proteger.
Y al cabo de un tiempo se vio solo viviendo en su enorme castillo congelado.

Uno de los reyes vecinos, viendo su debilidad, se lanzó a conquistar su reino. Cuando entró en él no tuvo resistencia alguna, así que en un suspiro llegó hasta el castillo. Al entrar se encontró al Rey cerca del trono, mirando sus tierras a través del ventanal. Se acercó a él y le dijo:
-Es hora de que me entregues tu reino, pobre infeliz.
El Rey, que llevaba su espada en la mano, la tiró al suelo y se acercó a él. El invasor se dispuso a darle la estocada final, pero cuando la afilada espada de acero toco su armadura, en vez de atravesarla se partió en dos, como si hubiera dado contra el más fuerte de los materiales. El Rey invasor, conmocionado por el milagro salió huyendo para no volver jamás.

Y así, invasor tras invasor, se fue sucediendo la misma historia una y otra vez. Aunque el misterio del reino helado ya era conocido en todo el mundo, la codicia hacía que los más incrédulos intentaran acabar con el Rey de hielo para controlar sus riquezas. Pero ninguno de ellos consiguió hacer siquiera una mella en la armadura del Rey, que, siempre impasible, parecía ser inmune a cualquier espada, lanza o ballesta que tratara de dañarle.

Un buen día un nuevo invasor entró en el castillo. Era una misteriosa figura que vestía un largo abrigo y cuyo rostro estaba tapado por una oscura capucha. Al llegar a la sala del trono, el Rey advirtió su presencia y se dispuso a repetir el ritual habitual:
-Haz lo que plazcas, pero pierdes el tiempo, aquí ya no queda nada de valor.
-Seguro que sí.
Dijo la misteriosa figura, con voz femenina, y de su abrigo sacó papel y una pluma de escribir. Ante la atenta mirada del Rey comenzó a escribir. Por sus gestos no parecían palabras preconcebidas, si no fruto de la improvisación. Una vez hubo terminado guardó su pluma y se dispuso a leerlo. Con una bella voz recitó el poema más bello que jamás hubiera escuchado el Rey, y cuando acabó algo mágico sucedió.

Las hojas se tornaron en acero formando una bella espada que la misteriosa figura clavó en el pecho al Rey. En vez de brotar la sangre, de la herida comenzó a salir fuego hacia la espada. Al sacarla la herida sanó y la misteriosa mujer colocó este nuevo fuego en el lugar que había ocupado el anterior.
-Tranquilo, no teme a las tormentas.
Después del milagro del acero de papel, y con la llegada del nuevo fuego, el castillo poco a poco se desheló y la vida y la riqueza volvieron a él y a todo el reino…

Es entonces cuando desperté, y recordé que en realidad el papel, por muy fuerte que sea, no se convierte en acero, y que el invierno sigue siendo frío. Así que me di la vuelta y me volví a tapar con la manta para tratar de volver a soñar.

1 comentario: